2666 es una novela inabarcable de más de mil páginas escrita por Roberto Bolaño. Los que me conocen saben que siento predilección por este autor chileno que nos dejó en el 2003 a causa de un cáncer hepático que no trascendió en vida a los medios. Pero ahora 2666 es tambíén una obra de teatro gracias al esfuerzo de Pablo Ley y Àlex Rigola que han volcado la obra en una adaptación de más de cuatro horas.
Todavía no he leído la novela esperando unos mágicos días de ocio para entregarme a su lectura pero uno de mis acompañantes me aseguró que la obra de teatro es sorprendentemente fiel a pesar de la extensión del original. Esto me hace plantearme dónde están los límites del teatro porque al margen de si es buena o mala adaptación, el espectáculo al que asistimos en el Matadero de Madrid funciona, y es emocionante como pocos.
Uno asiste a una bola creciente en significados que se diseminan en diferentes tramas con un nexo de unión en común: Santa Teresa, una ciudad maldita de Méxco en la que en apenas 15 años han desaparecido más de 2000 mujeres entre las cuales 500 han sido violadas y asesinadas. La cuarta parte de la obra se sitúa en el desierto aledaño a la ciudad donde son encontrados los cadáveres. La fuerza de la propuesta es desgarradora, la mujer desnuda y moribunda, los gritos, los nombres sobreimpresionados, y las cruces rosas, las infinitas cruces que pueblan el desierto y que dan testimonio de la barbarie. El espectáculo es, entre otras muchas cosas, un tributo a los abusos que sufren las mujeres por hombres que no tienen rostro pero que son semejantes a nosotros, y no entes anónimos como la mafia o el cártel; el peor demonio, el mal, habita dentro del propio hombre.
A lo largo de las cuatro horas tenemos noticia de esporádicos episodios de la vida de Hans Reiter, un enigmático y legendario escritor alemán que solo aparecerá en la última parte. Cuatro críticos literarios tratan, al principio de la obra, de desentrañar el significado de su vida, mientras que nosotros lo hacemos a lo largo de la obra y quedará al final la sensación de fracaso, de no entenderlo completamente o de haber dejado pasar por alto algún matiz, quizá el sutil secreto que de sentido a su existencia. Ese es el secreto que andamos buscando continuamente en nuestras vidas, un detalle que quizás también se nos escape a nosotros.
La literatura de Bolaño parecía estar alejada de la vida, simple y llana, y más cerca de juegos de género, de historias deslabazadas de perdedores y perdidos, de la literatura referencial y también de autoreferencias; pero estoy convencido de que Bolaño trató precisamente de introducirse en ese terreno ignoto de la personalidad, de buscar en la profunda humedad de nuestra mente aquello que hizo que nos moviéramos, aquello que hace que nos estemos quietos. Cuando uno acaba de leer un cuento de Bolaño siente que está cargado de un sentido
magnético, a veces, difuso, como la atracción perturbadora que producen algunas fotografías en las que la extrañeza está unida a la cercanía más aterradora. Àlex Rigola rinde homenaje a los hijos y esposa del autor y a éste mismo, cuando al final de la obra se proyecta una enorme foto de Roberto Bolaño que arranca los aplausos enfervorecidos del público y me hacen exclamar como Javier Cercas hiciera en un artículo suyo: "¡Qué grande eres, Bolaño!"
1 comentario:
Qué buen recuerdo dejó esa obra en mí. Bien a gusto me tragaba otras cinco horitas de representación. Nos acompañase Gallardo o no.
¿Ya te has puesto con el novelón?
Dew.
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