domingo, 30 de mayo de 2010

Devoción

Todo comenzó con mi madre. Ella siempre me aseguraba que yo llegaría lejos. Eso sí, era muy dura conmigo y lo primero que me enseñó fue a distinguir entre el bien y el mal; y distinguir entre una y otra cosa no me resultó muy difícil porque no es lo mismo recibir treinta varazos en el culo a tenerlo sanito y fresco para poder sentarte. Es muy distinto, ¿no creen?
Por suerte es algo que siempre he tenido muy claro, lo del dolor. No quería eso a mi alrededor. Cuando en el pueblo pasaba algo malo mi madre me decía: “Reza.” Y yo rezaba. Siempre me costaba entender qué era eso de hablar con Dios; que yo sepa Él nunca me dijo nada. Yo rezaba y lo hacía solo. Eso sí, me encantaba hacerlo. Siempre me venían a la cabeza los canarios de mi abuelo. Recuerdo cuando iba a visitarlo los domingos y la casa estaba inundada con su canto. Eran tan bonitos y amarillos que me entraban ganas de comérmelos. Mi abuelo me enseñaba fotos de la guerra y fotos del pueblo cuando no pasaba más que una carretera de polvo a través de él. Yo era muy travieso y él siempre me decía: “Tienes que ser bueno.”
Un día un gitanillo del pueblo andaba por la finca de mi abuelo jugando con la onda. En uno de los lanzamientos se cargó a Pinto, un canario rollizo de mi abuelo. Fui con él a enterrarlo y, allí en el monte, delante de la pequeña tumba, ví a mi abuelo muy triste. Dijo algo que no entendí y no volvió nunca más a hablar de ese canario. Tampoco dijo nada del chico de la onda. Mi madre, en cambio, decía a menudo: “Putos gitanos”.
Cuando tenía 14 años entré en un seminario y casi me pareció que entraba directamente en el cielo. Allí lo que más hacía era rezar, y aquello, como ya he dicho, me encantaba. Recuerdo muy bien al Padre Quiñones y sus enseñanzas, aunque ya entonces me parecía que andaba algo equivocado con algunas cosas. Terminé los estudios con la tercera nota más alta de mi promoción y fui destinado hace tres años a este pequeño pueblo cerca de Barcelona, El Planell.
La gente de El Planell es adorable y estoy más que adaptado a vivir aquí. Me encanta el catalán, los domingos por la mañana solía darme clases la hija de la panadera, Lola. Mi madre viene poco pero hablamos mucho por teléfono. Me dice cómo preparar tortilla de patatas, cómo ordenar la casa, me da consejos para lavar la sotana, el ámito y la casulla. Para ella la limpieza es lo primero y generalmente termina sus conversaciones diciéndome: “Reza”.
Me encanta pasar tiempo en la iglesia preparándola junto a Ernest un viudo del pueblo que me ayuda con las tareas de la parroquia. Ernest está intranquilo últimamente me dice que hay mucho forastero por aquí. No puedo negarlo, es algo que ya me preocupó cuando vine. La gente no está tranquila, la gente sufre con eso.
Ahora trato de arreglarlo. Un día vino a verme un chico de Barcelona, Diego y me habló de su Grupo y de su Plan de Paz para la gente, me habló de reuniones, me pidió que le ayudara, que hablara en mis sermones. Estaban colectando dinero entre la gente y habían leído un artículo mío que les gustó en el Dominical del Fervoroso. Sé que la mayoría de la gente no está preparada para entenderlo, y aunque parecen aceptarlo la gente no duerme tranquila, la gente sufre. Cuando rezo le pido a Dios que eso no pase pero Él sigue sin hablarme claro. En el fondo estoy convencido de que esto es algo que alguien tiene que hacer. A veces me pregunto cuando podré descansar un poco y dedicarme solo a la Iglesia.
El caso es que todos los fines de semana y algún que otro día de diario, cuando tengo la misa a las cinco, marcho a Barcelona y me reúno con el Grupo. Normalmente tengo que salir por la carretera que va a Mantuera, no quiero que en el pueblo se sepa, me debo a esta gente pero no están preparados para entenderlo como ya dije. Los del Grupo son buenos chicos aunque intuyo que van poco a misa, en realidad no me preocupa mucho porque yo sé que eso no hace a un buen cristiano. Para mi un cristiano es alguien consciente del dolor del mundo y que trata de erradicarlo.
Por la noche salimos por el Raval a limpiar. El Raval es un sitio muy bonito pero muy lleno de gente que sufre y que hace sufrir a la gente. Cada cual debe quedarse en su sitio, si no éste sufre y hace sufrir a otra gente.
Entiendo que no es algo que pueda hacerse comprensible bajo un dogma católico, entiendo incluso que le chocaría al padre Quiñones si lo supiera pero no cabe duda de que hay que pegar a esa gente. Hay que golpearles para que sepan que no pueden perpetuarse en un país que no es el suyo, que no pueden venir aquí a morirse de hambre, que no pueden venir a pedir, que no pueden estar en la calle y hacer sufrir a los demás, que ya tenemos bastante. Hay que golpearles hasta que sangren, hasta que aprendan lo que es el dolor y renuncien, hay que golpearles hasta que canten decenas, centenas, miles de canarios amarillos y la noche se inunde con su gorjeo y yo me quede tranquilo y sin dolor.
Ayer fue fantástico, estoy seguro de que mi madre lo apreciaría, estoy seguro de Dios. El único problema fue regresar tan tarde, no pude preparar bien el sermón de la mañana, algo con lo que disfruto especialmente. El de hoy era un sermón sobre la aceptación de la culpa y el perdón de Dios, suscitado por la lectura de la primera carta a los Corintios. Creo que el mensaje ha llegado a todos. Lola ha vuelto a la iglesia después de mucho tiempo. Al salir de misa me preguntó que eran esos rasguños que vio en mi mano al darle la ostia consagrada. Le dije que había estado cortando los rosales ayer tarde. Le dije que ella estaba tan guapa como una rosa.

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